miércoles, 9 de septiembre de 2015

EL PAPA PONE AL DÍA LOS PROCESOS DE NULIDAD MATRIMONIAL


              Recibo con satisfacción el anuncio de las nuevas medidas que el Papa Francisco ha dispuesto sobre la reforma de los procesos de nulidad matrimonial, pues no sólo los dota de mayor racionalidad, eficacia y coherencia evangélica, sino que desentraña un angosto residuo forense eclesial que no tenía muy buena prensa, especialmente por su alto costo, sus demoras y por el ejemplo poco edificante de algunos de sus usuarios más conocidos de entre el famoseo nacional.
            Como abogado rotal y como teólogo, me alegra ver en la Iglesia el retorno del Espíritu de Misericordia, frente a al espíritu de la ley –siguiendo las tesis de San Pablo y el ejemplo de vida de Jesús-.
            Siempre he tenido para mí la convicción que muchos de los matrimonios canónicos, desde el punto de vista canónico, eran nulos, por diverso tipo de razones. Desde la inmadurez de los contrayentes o alguno de ellos, la falta de asunción de los bienes del matrimonio, la increencia o falta de fe, de la consideración sacramental del matrimonio, etc. Y sin embargo, he venido apreciando el número cada vez menor de católicos separados que recurren a los procesos de nulidad canónica, y sin embargo hacen uso del divorcio, cuando en realidad podrían estar en supuesto de nulidad matrimonial, con efectos jurídicos análogos a los del divorcio, y naturalmente, pudiendo contraer nuevo matrimonio, incluso canónico (naturalmente, pues al anular un matrimonio, para la Iglesia tal matrimonio nunca existió, y en consecuencia, no produce efectos).
            Tal es así, que incluso se han llegado a aceptar ciertos trastornos de personalidad como causa de nulidad matrimonial, lo cual en la práctica supone una apertura importante de criterios y casos, pues si recordamos la famosa frase de Freud, de que quien no es psicótico es neurótico…, llegaríamos a una casi generalización de los mismos.
            Pero los procesos de nulidad, por su complejidad, su carácter de jurisdicción eclesiástica, la exigencia de pruebas al momento de la celebración del matrimonio, la duración y dilación de los trámites con exigencia de la concurrencia de dos sentencias estimatorias de la nulidad, hacían de ello un largo, prolijo y costoso procedimiento, que se unía al dolor de cualquier fracaso matrimonial y su subsiguiente ruptura. Lo cual, comparativamente con los procesos civiles (más cortos, sencillos y de menor coste) hacía de estos últimos la elección natural por puro pragmatismo vital, más que por propias razones de fe. Dado que esta se sometía a tensiones cuando se apreciaba el burocrático rigor, alto costo e impredecible resultado de la solución eclesial a su problema humano.
            Así las cosas, asumida la vía civil por la mayoría de los separados –que acaban culminando en soluciones divorcistas-, el devenir de su existencia les suele llevar a rehacer su vida con otra persona (en unos casos casándose por lo civil, y en otros uniéndose en concubinato) lo cual moralmente era tradicionalmente reprobado por la Iglesia, con medidas a veces de cierta notoriedad pública, como la exclusión de la comunión de estas personas. Situación ante la cual, estas personas se encuentran moralmente culpabilizadas, juzgadas y condenadas, por una Iglesia que se dice Madre y misericordiosa, pero que difícilmente lo ven así estos hijos circunstancialmente apartados. Además esas personas, que probablemente han alcanzado la felicidad con su nueva pareja, en su nuevo estado y hayan tenido hijos de esa nueva unión, acaban por sentirse rechazados, apartándose de la Iglesia e incluso abandonando la fe, dañados por ese “muro moral” que hemos construido.
            Consiguientemente estos hechos suelen conllevar un daño directo a los afectados y unos daños colaterales a sus descendientes y núcleos familiares, que lamentablemente reportan un desafecto casi patológico ante lo que les ha causado el daño psicológico (que suelen identificar con la Iglesia, con sus mandatos morales, e incluso con la religión y la fe), aunque no pocos sigan teniendo su particular fe, su peculiar forma de relacionarse con el Padre providente.
            Por todo ello, parece urgir una solución a esta situación y a sus consecuencias, que superen dogmatismos, legalidad, e imponga humanidad, misericordia, perdón, comprensión, acompañamiento, acogida fraternal, remitiendo el juicio a Dios único juez del hombre y del mundo.
            Es verdad que técnicamente el problema no es sencillo, que no todos los casos son idénticos, de ahí que la Iglesia los analice en los procesos matrimoniales, pero no es menos cierto que estamos en un mundo complejo, y precisamente por eso, la Misericordia está por encima de la ley, algo que Jesús dejo claro a lo largo de su vida, por lo que fue criticado por los grupos más religiosos y observantes de su tiempo, pero enfatizó la ley del amor en su doble dimensión (a Dios y a los hombres).

            Sea pues bienvenida esta propuesta del bondadoso y claro Papa Francisco, y Dios ponga su mano sobre su Iglesia y la protección sobre todos los hombres. Y como decía el santo de Asís: seamos instrumentos de paz, de concordia, de amor.

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