domingo, 4 de septiembre de 2016

Breve análisis del Camino Neocatumenal, ante la muerte de su cofundadora




        Recientemente se ha producido el óbito de Carmen, la cofundadora del Camino Neocatecumenal junto con Kiko Argüello, y acaso sea el momento de hacer un breve análisis de su obra, pues de su vida –como la de todos- está en manos de Dios y probablemente haya experimentado ya su infinito amor misericordioso.
            El Camino Neocatecumenal nació de una peculiar experiencia vivida por sus dos fundadores entre los pobres del barrio madrileño de Vallecas en la década de los sesenta del pasado siglo, debiéndose en gran medida al aporte carismático de Kiko y a los conocimientos catequéticos de Carmen (que había sido religiosa), al que se fueron uniendo posteriormente personas de especial influencia en su desarrollo, como el Padre Mario, etc. Por consiguiente, nace en un entorno de experiencia misionera entre los pobres, a la luz del giro eclesial del Concilio Vaticano II (especialmente en lo referido al laicado, la liturgia y la doctrina catequética, que no tanto en la dogmática a la que el Camino se ha mantenido alineado con posiciones eclesiales conservadoras)
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            La originalidad y el auténtico aporte de esta iniciativa eclesial, vino como consecuencia de pretender una actualización del catecumenado de adultos (propio de los primeros siglos del cristianismo, previo al bautismo del catecúmeno, tras un proceso de evangelización de todo neófito), que volvía a tener vigencia dado el general clima de secularización que se iba desarrollando (frente a la homogeneidad de las sociedades europeas que se reconocían mayoritariamente cristianas –reformadas o no-, pero inmersas en una cultura, una moral y una cosmovisión cristiana de la vida). De ahí, que en el origen de este movimiento eclesial estuviera como fundamento ese potente motor de evangelización y actualización con una importante predicación bíblica, procurando generar en el catecúmeno una experiencia de Dios en su vida concreta, y por eso tuvo una acogida estimable en la sociedad del final del siglo pasado, donde empezaba a aparecer la multiculturalidad, a generalizarse la secularización, a crecer el agnosticismo y en definitiva a estimarse la fe como algo del ámbito privado, cuando no como simples prácticas supersticiosas.
            En ese tránsito del catolicismo postconciliar, el Camino Neocatecumenal favoreció la identidad cristiana de gran parte de fieles que se sentían más o menos alejados de una Iglesia ritualista y tradicionalista (especialmente en el ámbito de la moral codificada, de la que pronto se distanciarán los neocatecumenales con una paradójica aproximación a las tesis luteranas de la justificación por la fe y de la gracia).

            Sin embargo, pronto se comenzó a trazar un diseño comunitario de Iglesia (que también tenía especial interés, pues se procuraba emular las primeras comunidades cristianas, en las que todos compartían su fe, sus bienes y sus experiencias vitales), pero con ser cierta la analogía, el diseño progresivo de un proceso catecumenal (temporalmente abierto, en vez de los dos o tres años, que duraba en la Iglesia primitiva), la pretensión de que no se les viera como un movimiento de la Iglesia (propio de su peculiar carisma), sino como la misma “Iglesia en movimiento” (empezaba a reflejar pretensiones totalizadoras), que aún habiendo sido corregidas por algunos prelados, e incluso por el mismo Papa Juan Pablo II (que demoró sine die la aprobación de sus estatutos), finalmente Benedicto XVI (que no acababa de aceptar sus prácticas litúrgicas comunitarias) dio el visto bueno a sus estatutos (como un método de evangelización, reconociéndose implícitamente su estructura interna férreamente jerarquizada e incontestable por ninguno de sus componentes), habiendo logrado también la aprobación de los Seminarios Redemptoris Mater  (que a su vez, les dota de ordenados para el servicio esencialmente al Camino Neocatecumenal, pues aunque atiendan a parroquias, la pretensión última es la extensión del mismo a las mismas parroquias). Pues tal es la novedad del Camino Neocatecumenal, que evita –en lo posible- ser tenido por movimiento eclesial (grupo propio dentro de la Iglesia), sino que se articula en torno al ámbito parroquial para generar comunidades dentro de dicho ámbito, lo cual suele generar “guettos” dentro de las mismas parroquias, pues no suelen admitir en sus ritos (salvo excepcionalmente en las Eucaristías) a los no catecumenales, al tiempo que no suelen participar en la vida parroquial (salvo que la dirijan) ni compartir con otros movimientos eclesiales.

            Así, generadas las comunidades parroquiales, redescubierto el proceso catecumenal de evangelización de adultos (que se presenta para los bautizados, como fórmula para renovar el “bautismo nominal”), se fue diseñando todo un proceso evolutivo de supuesta “maduración en la fe” vigilada estrechamente (aunque a distancia relativa) por los catequistas (referidos como “ángeles” o enviados de Dios para los catecúmenos) auténticos intermediarios en la fe del catecúmeno y la Providencia, pues en las visitas que los catequistas hacen con los consiguientes “escrutinios” (chequeos, o interrogatorios públicos –naturalmente voluntarios, aunque en un clima psicológico de presión colectiva-) los catequistas conocen la “vida y milagros” del catecúmeno, le reconvienen e interpretan la voluntad divina para él (no pocas veces forzando psicológicamente situaciones personalísimas e íntimas para que el catecúmeno obedezca al dictado providente del catequista), algo que no pocas veces puede rozar la pura y simple manipulación.
            Siguiendo con el proceso, hemos de indicar que el catecumenado consta de varias fases (una previa de “precatecumenado”: se corresponde con el inicio y dura aproximadamente un par de años, en los que se suele tener, al menos dos o tres encuentros con los catequistas –denominados “pasos” o “escrutinios”- en los que tras una fuerte e intensa predicación de varios días de duración –al menos un fin de semana-, se interroga a los catecúmenos en público, uno a uno, para conocer su evolución, acabando en un segundo escrutinio –que es el que abre el paso o lo cierra al catecumenado, la segunda fase-, para lo cual, hay un largo y profundo escrutinio de cada neófito verificándose si ha obedecido a una fuerte predicación sobre desprendimiento de sus bienes, para tras ello, tratar de reconciliarse con Dios en su biografía –refiriendo una especie de determinismo claro en todo lo que ha acontecido en su vida, como auténtica voluntad de Dios-, de lo cual, se pueden imaginar la conmoción psicológica de no pocos candidatos; tras esa fase, los que son estimados “aptos” por los catequistas continúan en la fase de “catecumenado” –cuya extensión ha ido aumentando con los años, en la medida que han aumentado los catequistas y disminuido los catecúmenos-, en esta fase se asumen compromisos serios de oración, entrega del diezmo de las ganancias, y vida comunitaria amplia –con las conocidas “cenas de garantes” en las que los que van a cuidar de la lealtad al sistema serán los propios “hermanos de comunidad” que reprocharan públicamente los incumplimientos, con los consiguientes disgustos y confrontaciones, generándose en no pocas ocasiones un irrespirable clima de delación y control interno; todo ello, se acompaña de etapas de proselitismo por la calle, confesión pública de la supuesta conversión o cambio de vida con referencia a veces a defectos personales y actitudes pecaminosas realizado en el curso de una liturgia eclesial abierta ante toda la feligresía; y finalmente la fase de “elección” o conclusión del camino, en la que tras nuevo y duro escrutinio personal y público ante la comunidad, se le impone a cada catecúmeno el hábito blanco con el que se rememora el bautismo). Tal proceso está durando ya entre 15 y 20 años, para concluir en el seno de la comunidad, sin que apenas asuman compromisos en el ámbito eclesial o público. Lo cual, conlleva a su vez, la generación de un peculiar “cenobio laical” en el que se suele desenvolver la vida cristiana ordinaria de la mayoría de los neocatecumenales, excepciones aparte. Y en cierto modo, viene a reformularse la vida del seglar en medio del mundo, cambiándola por una peculiar “fuga mundi”.


            Por consiguiente, a modo de conclusión, cabría señalar la intuitiva acción de generar un catecumenado de adultos que tuvieron los iniciadores neocatecumenales, su frecuente lectura y meditación bíblica, el esplendor de su liturgia, pero al tiempo, cabría señalar ciertos aspectos comunitarios –cuya sugerencia al cambio, viene siendo una generalizada opinión- especialmente la dependencia de los catequistas, el ambiente autoritario que se genera en dicho entorno, la excesiva dogmatización de frecuentes opiniones, el excesivo psicologismo determinista de la existencia así como una visión negativa o pesimista de la antropología, determinados excesos rigoristas que se proponen (o acaso se exigen) y se esperan de los catecúmenos (desprendimiento inicial de bienes, confesión pública del proceso de conversión, seguimiento de “garantes” y subsiguientes delaciones ante los catequistas de cuestiones personales de los catecúmenos que se hacen públicas en el ámbito comunitario, con escasas garantías de reserva, etc., etc.). De igual modo, sería recomendable que dejaran de confundir: movimiento neocatecumenal con la Iglesia (pues se refieren a aquel, no como un movimiento eclesial, sino como la misma Iglesia en movimiento), pues tal grupo no abarca toda la realidad eclesial. Y por último, un mayor compromiso en el ámbito de la actividad eclesial común y de la propia sociedad.

domingo, 15 de mayo de 2016

EL DIACONADO EN LA IGLESIA: UN SERVICIO A LA COMUNIDAD CADA VEZ MÁS NECESARIO


              La figura del diaconado ya estaba conformada en la primitiva Iglesia, si bien su recuperación tras el Concilio Vaticano II ha tenido un desarrollo desigual, en según que diócesis, según los distintos pareceres de los obispos, especialmente en lo referente al “diaconado permanente”, que permite el acceso de hombres casados para la celebración de determinado tipo de actos litúrgicos y religiosos. Pero que cada vez se hace más necesario ante el descenso de las vocaciones sacerdotales y la consiguiente disminución presbiterial, para de esa forma, poder ayudar mejor al Pueblo de Dios congregado en la Iglesia.
        Un diácono (del griego διακονος, diakonos, y luego del latín diaconus, «servidor») es considerado un servidor, un clérigo o un ministro eclesiástico, cuyas calificaciones y funciones muestran variaciones según las distintas ramas del cristianismo. En las Iglesias católica, copta y ortodoxa se refiere así a aquel que ha recibido el grado inferior del sacramento del Orden Sagrado por la imposición de las manos del obispo, y por lo tanto se le considera la imagen sacramental de Cristo servidor, en virtud de la Sagrada Escritura que especifica: «Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (Evangelio de Marcos 10, 45).
                En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos, que reciben la imposición de las manos «no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio». Así, confortados con la gracia sacramental, en comunión con el obispo y su presbítero, sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio del diácono, según le fuere asignado por la autoridad competente, administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura. (Lumen gentium 29, Concilio Vaticano II).
Dentro de la Iglesia católica existen, pues, dos clases de diáconos:
a)      Diácono transitorio
Se califica como transitorios a aquellos diáconos a los cuales se les confiere este ministerio por un período limitado de tiempo, que usualmente se inicia luego de culminar sus estudios y se extiende hasta que el ordinario del lugar considera al candidato suficientemente maduro para ser ordenado presbítero por el obispo. En general, durante este tiempo los candidatos ejercen como diáconos en parroquias. Por lo tanto, es condición para ser presbítero haber sido ordenado con anterioridad en calidad de diácono transitorio (es decir, en tránsitohacia el presbiterado).
b)      Diácono permanente
En el Concilio Vaticano II, se restableció nuevamente el diaconado permanente. Este tipo de diaconado puede ser conferido a hombres casados. El diácono permanente debe ser considerado hombre «probo» por la comunidad, caritativo, respetuoso, misericordioso y servicial. Es determinación del obispo exigir que sea casado, y en este caso, la esposa deberá autorizar por medio escrito al obispo la aceptación para la ordenación del esposo (requisito indispensable). Un diácono casado que pierde a su esposa no puede volver a contraer matrimonio, pero sí puede optar a ser presbítero. Quien es ordenado diácono siendo soltero se compromete al celibato permanente.
Solo el varón («vir») bautizado recibe válidamente esta sagrada ordenación. El sacramento del Orden confiere un carácter espiritual indeleble y no puede ser reiterado ni ser conferido para un tiempo determinado. Se le puede liberar de obligaciones y de las funciones vinculadas a la ordenación y hasta se le puede impedir ejercerlas, pero no vuelve a ser laico nuevamente puesto que, desde la ordenación, se considera que el diácono queda marcado espiritualmente de forma permanente (de allí el término marca o carácter).
Las funciones del diácono en la Iglesia católica son:
·         Proclamar el Evangelio, predicar y asistir en el Altar;
·         Administrar el sacramento del bautismo;
·         Presidir la celebración del sacramento del matrimonio;
·         Conferir los sacramentales (tales como la bendición, el agua bendita, etc.);
·         Llevar el Viático (sacramento de la eucaristía así llamado cuando se administra particularmente a los enfermos que están en peligro de muerte) pero no puede administrar el sacramento de la unción de los enfermos, ni el sacramento de la reconciliación.
Además, y siempre de acuerdo con lo que determine la jerarquía, puede:
·         Dirigir la administración de alguna parroquia;
·         Ser designado a cargo de una Diaconía;
·         Presidir la celebración dominical, aunque no consagrar la Eucaristía (lo cual corresponde a presbíteros y obispos).
Puede además efectuar otros servicios, según las necesidades específicas de la Diócesis, particularmente todo aquello relacionado con la realización de obras de misericordia, y la animación de las comunidades en que se desempeñan.
                Así las cosas, en un contexto histórico-cultural de igualdad del hombre y de la mujer, se le plantea a la Iglesia –no sólo el desarrollo del diaconado permanente, que resulta a todas luces oportuno y necesario-, sino también la incorporación al mismo de la mujer, lo que supondría un primer paso hacia la igualdad de ambos géneros en el ámbito eclesial. Lo cual, ha llevado al Papa Francisco al ser cuestionado sobre dicha posibilidad, a afirmar que se estudiaría, lo que aún queda lejos de que se vaya a hacer realidad a corto plazo, pues la Iglesia tiene sus tiempos.


domingo, 1 de mayo de 2016

LA COFRADÍA DEL ROSARIO SE RENUEVA Y PROCESIONA EN MURCIA


        La Orden Dominica de Murcia ha celebrado este 1º de mayo (día de la madre) la “festividad de la rosa” con una misa solemne en la Iglesia de las Anas de Murcia –sede de los dominicos murcianos- ofrecida en honor de Ntra. Sra. del Rosario este primer domingo de mayo.

        El acto concelebrado por los PP. Dominicos,  en el que ha predicado fray Antonio Bueno, con la participación de las Madres Dominicas de Sta. Ana y miembros de la Cofradía de Ntra. Sra. del Rosario ha concitado bastantes fieles en el templo que han seguido y participado en dicha ceremonia religiosa.

        Al propio tiempo, se ha dado formalmente el relevo de la Directiva de la Cofradía, asumiendo la presidencia de la misma D. Antonio Marín que ha jurado públicamente su cargo, junto a su Junta de Gobierno.


        Por último, al término de la Eucaristía, ha tenido lugar una pequeña procesión de los miembros de la Cofradía, portando la imagen de Ntra. Sra. del Rosario, llevando a cabo un público rezo del rosario por el centro de Murcia (Sto. Domingo, Trapería, Platería, Jabonerías, Romea y vuelta a Sta. Clara), llevando así la devoción mariana a las calles de la capital en este primer domingo de mayo (mes tradicionalmente dedicado a María).

sábado, 26 de marzo de 2016

REPENSANDO LA PENITENCIA

     
         
       
          La celebración de la Semana Santa, con la proliferación de procesiones por las calles españolas, algunas de las cuales reflejan imágenes de multitud de penitentes que acompañan las imágenes religiosas de la Pasión y Muerte de Jesús nos debe de llevar a reflexionar sobre la penitencia y su sentido en el marco del Evangelio de Jesús.
         En ese marco evangélico nos encontramos con la figura humana de Jesús que predicó las bienaventuranzas (a modo de resumen de las actitudes evangélicas de conversión y fe), perdonó los pecados, admitió a su lado a publicanos y pecadores, incluso comía con ellos, humanizó las leyes religiosas de un judaísmo normativo asfixiante en su ritualismo y normatividad que deshumanizado no contemplaba el factor humano, que Jesús lo respetó y justificó. Pasó haciendo el bien, proclamando el amor de Dios a los hombres, para propiciar el amor fraterno –consecuente con el amor y el perdón de Dios a los hombres- mostrándonos el rostro misericordioso de Dios (frente al que se había presentado de “justo juez implacable con el pecador”), y sobre todo trató de aliviar el dolor a aquellas personas que lo padecían (enfermedad, hambre, injusticia, etc.), hablándonos constantemente de su proyecto de implantación del “Reino de Dios” (reino de amor, de justicia, paz y fraternidad, en el que no cabía la injusticia y ningún género de violencia).
         En ese marco de predicación evangélica se nos presenta la Misericordia de Dios, su perdón y su inmenso amor a los hombres. Amor de Padre que se compadece del extravío de sus hijos y que quiere lo mejor para ellos.
         Consecuentemente, en ese marco evangélico parece que tiene mal encaje la idea de un Dios justiciero y sanguinario, que exige justicia, que resulta implacable con el pecador, al que le correspondería la práctica de duras penitencias –que jamás saldarían su culpa moral, de la que se habría derivado el sacrificio vicarial del Hijo de Dios, para obtener del Padre una especie de satisfacción del que se derivara el perdón general, según el planteamiento paulino, que tiene sus antecedentes bíblicos en la prueba sacrificial de Abraham sobre su hijo Isaac, salvado in extremis por la propia voluntad divina-,  y que han marcado la predicación y praxis eclesial desde Trento hasta su reformulación en el Concilio Vaticano II, si bien no acaba de llegar a todos los sectores eclesiales, por lo que sería oportuno ese ejercicio de “repensar la penitencia” en el ámbito de la nueva teología cristiana, que apunta más a una autenticidad de conversión en una praxis de vida coherente con la fe (con el mandato del “amor fraterno”, con la práctica de la misericordia previamente experimentada para su ulterior vivencia con los demás) de forma que hagamos la experiencia de fe auténticamente comunitaria en el seno de nuestras respectivas comunidades parroquiales y en nuestro entorno familiar, laboral y social en general, desde el respeto al otro en sus peculiaridades, así como desde la ayuda al prójimo necesitado, donde nada de lo humano nos resulte ajeno y contribuyamos con nuestro trabajo y labor cotidiana a la implantación del Reino de Dios entre los hombres, del que tanto nos habló Jesucristo y que sin embargo acabamos dejándolo de lado, priorizando un ritualismo rutinario, una praxis de fe individualista (e incluso egoísta, de negociar con Dios nuestros deseos y necesidades) y un dogmatismo canónico impropio de la misma enseñanza de Jesús, que vino a enturbiar la imagen de un Dios Padre Misericordioso, que la Iglesia está tratando de recuperar y enfatizar para iluminar mejor el misterio de nuestra fe cristiana.

         Por lo cual, acaso sería oportuno reflexionar para reformar –en lo necesario- ciertas prácticas piadosas, que no son del todo conformes con el propio relato evangélico y la misma predicación de Jesús a quien decimos seguir en su Iglesia.