Ya ha llegado el Papa Francisco a Jordania,
iniciando así un corto periodo de poco más de dos días en Tierra Santa, desde
donde viajará mañana a Israel, con especiales visitas a Belén y Jerusalén. Un
viaje que tiene un importante valor testimonial, no sólo para la pequeña
comunidad cristiana en la zona, sino para toda la Iglesia universal, para no
perder su auténtica identidad.
Es claro, notorio e indiscutible –al menos
hoy día nadie con solvencia intelectual lo niega- el origen judaico del
cristianismo, pues Jesús de Nazaret fue judío, de padres judíos, incluso dicen
los evangelios que fue de la estirpe de David. Y tal es así, que Jesús se formó
y vivió el judaísmo de su época (posiblemente rabínico, o cercano a este),
predicó en la Sinagoga, fue al Templo en Jerusalén; pero sobre todo impulsó un
importante cambio en la manera de concebir y especialmente de vivir la fe
judía, que tras su muerte y resurrección dio lugar al pensamiento
judeocristiano, plasmado por los apóstoles que acompañaron a Jesús en su misión
de predicación y anuncio del Reino de Dios, especialmente Santiago, Pedro, y
sobre todo Pablo con su misión hacia la gentilidad.
Hasta que la reflexión y experiencia de fe de aquellas comunidades –que
nacieron en el judaísmo-, fueron descubriendo la resistencia del judaísmo
farisaico de la época y su progresivo distanciamiento, lo que supuso el
abandono de la sinagoga y la generación de la Iglesia –por parte de aquellas
comunidades judeocristianas-. El resto es conocido, tras la predicación de
Pablo y la acción de Pedro, especialmente, con la generación de comunidades
creyentes fuera de la antigua Palestina, por el Mediterráneo, la influencia del
mundo griego en la expresión y formulación doctrinal y dogmática, con la
participación patrística, y los fundamentales Concilios en los primeros siglos
de la Era Cristiana, y sobre todo la promulgación del Edicto de Milán en el año
313, a partir del cual, el cristianismo se extendió por el Imperio romano con
profusión.
Sin embargo, la historia ha llevado al
desencuentro e incluso a la confrontación entre el judaísmo y el cristianismo,
cuyas relaciones no han gozado de buena salud, hasta la recuperación de las
raíces judías del propio cristianismo, expuestas a partir del Concilio Vaticano
II, especialmente en el Documento Nostra Aetate, que hizo que los Pontífices
emprendieran un especial acercamiento a Israel y a las comunidades judías
dispersas por el mundo, reconociéndolos como “hermanos mayores en la fe”.
A todo esto, hemos de añadir el secular
sufrimiento del pueblo judío, expulsado de su territorio desde el S.I, que han
estado por el mundo dispersos, en muchos casos como apátridas, e incluso
perseguidos (como resultó de la expulsión de España por los Reyes Católicos,
las persecuciones inquisitoriales, hasta el holocausto nazi), que tras la II
Guerra Mundial consiguieron el reconocimiento nacional en Israel, en
confrontación con los palestinos, y consecuentemente con gran parte del mundo
árabe, que dio lugar a varias guerras por los territorios y a un tortuoso
proceso de paz (Israel –Palestina), que hace que se viva allí en un latente y
permanente estado de conflicto casi bélico. Pues ambas comunidades reclaman
para sí la “tierra prometida” de Dios, que tiene para judíos y musulmanes
especial significado religioso, amen del político. Algo en lo que no estuvo
presente el fracasado intento medieval de recuperación de los “Santos lugares”
de la cristiandad, por parte de los cruzados. Lo cual, complica notablemente la
situación, y las relaciones de las tres comunidades en aquellos lugares (judía,
cristiana y musulmana), aunque en realidad la cristiana ha menguado a niveles
meramente testimoniales, por lo que el conflicto abierto está entre las otras
dos comunidades.
Tal es así, que la cohabitación –que no
convivencia- en aquel territorio considerado santo por el judaísmo, el islám y
la cristiandad, es claramente funcional, que no social. Viven de espaldas los
unos a los otros, en un permanente recelo que inflama frecuentemente la llama
del odio. ¡Qué gran paradoja…!. Pues todos invocan a Dios.
Por todo ello, decíamos que la visita del
Papa Francisco a Tierra Santa tiene especial significación, para los cristianos
de allí, supone un aldabonazo, un apoyo, que no se sientan solos entre las
dificultades de una convivencia difícil, y sobre todo que sean portadores de
paz en medio de un mundo en permanente tensión. Pero para el resto de la
cristiandad supone el refrendo de nuestra identidad, de nuestras raíces
judeocristianas, que han de marcar nuestra especial sensibilidad en la
comprensión y vivencia de la fe de Cristo, acogiendo las tesis conciliares y
distanciándonos de aquellas erróneas determinaciones de un catolicismo
fundamentalista medieval sobre los “réprobos judíos”; al tiempo de manifestarle
a nuestros hermanos del judaísmo, nuestro respeto y consideración previo el
perdón por errores históricos.
De igual manera, el viaje del Papa puede
suponer un nuevo aldabonazo a las conciencias religiosas del judaísmo y del
islam a respetarse, reconocerse, perdonarse y empezar a convivir juntos; pues
sin ello no habrá paz, no será sólida, estable. Y sin paz no tiene futuro ni
Israel ni Palestina. Aparte de la grave incoherencia moral que supone mantener
la confrontación al tiempo que se apela a Dios desde el muro de las
lamentaciones del antiguo Templo, o desde la mezquita de Al-Aqsa. Y de paso,
poder pedir el respeto a los cristianos que viven en países árabes, no pocos
perseguidos, imposibilitados de vivir públicamente su fe, e incluso de vivir en
libertad unas creencias, en el caso de la prohibición de conversiones desde el
islam.
En consecuencia no es un viaje turístico,
sino de importancia simbólica y práctica, que lógicamente no está exento de
potenciales peligros, especialmente para la seguridad del Pontífice,
precisamente por el fanatismo existente en las diversas comunidades religiosas,
algunos de los cuales aún no parecen haber superado la Edad Media.
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