sábado, 26 de marzo de 2016

REPENSANDO LA PENITENCIA

     
         
       
          La celebración de la Semana Santa, con la proliferación de procesiones por las calles españolas, algunas de las cuales reflejan imágenes de multitud de penitentes que acompañan las imágenes religiosas de la Pasión y Muerte de Jesús nos debe de llevar a reflexionar sobre la penitencia y su sentido en el marco del Evangelio de Jesús.
         En ese marco evangélico nos encontramos con la figura humana de Jesús que predicó las bienaventuranzas (a modo de resumen de las actitudes evangélicas de conversión y fe), perdonó los pecados, admitió a su lado a publicanos y pecadores, incluso comía con ellos, humanizó las leyes religiosas de un judaísmo normativo asfixiante en su ritualismo y normatividad que deshumanizado no contemplaba el factor humano, que Jesús lo respetó y justificó. Pasó haciendo el bien, proclamando el amor de Dios a los hombres, para propiciar el amor fraterno –consecuente con el amor y el perdón de Dios a los hombres- mostrándonos el rostro misericordioso de Dios (frente al que se había presentado de “justo juez implacable con el pecador”), y sobre todo trató de aliviar el dolor a aquellas personas que lo padecían (enfermedad, hambre, injusticia, etc.), hablándonos constantemente de su proyecto de implantación del “Reino de Dios” (reino de amor, de justicia, paz y fraternidad, en el que no cabía la injusticia y ningún género de violencia).
         En ese marco de predicación evangélica se nos presenta la Misericordia de Dios, su perdón y su inmenso amor a los hombres. Amor de Padre que se compadece del extravío de sus hijos y que quiere lo mejor para ellos.
         Consecuentemente, en ese marco evangélico parece que tiene mal encaje la idea de un Dios justiciero y sanguinario, que exige justicia, que resulta implacable con el pecador, al que le correspondería la práctica de duras penitencias –que jamás saldarían su culpa moral, de la que se habría derivado el sacrificio vicarial del Hijo de Dios, para obtener del Padre una especie de satisfacción del que se derivara el perdón general, según el planteamiento paulino, que tiene sus antecedentes bíblicos en la prueba sacrificial de Abraham sobre su hijo Isaac, salvado in extremis por la propia voluntad divina-,  y que han marcado la predicación y praxis eclesial desde Trento hasta su reformulación en el Concilio Vaticano II, si bien no acaba de llegar a todos los sectores eclesiales, por lo que sería oportuno ese ejercicio de “repensar la penitencia” en el ámbito de la nueva teología cristiana, que apunta más a una autenticidad de conversión en una praxis de vida coherente con la fe (con el mandato del “amor fraterno”, con la práctica de la misericordia previamente experimentada para su ulterior vivencia con los demás) de forma que hagamos la experiencia de fe auténticamente comunitaria en el seno de nuestras respectivas comunidades parroquiales y en nuestro entorno familiar, laboral y social en general, desde el respeto al otro en sus peculiaridades, así como desde la ayuda al prójimo necesitado, donde nada de lo humano nos resulte ajeno y contribuyamos con nuestro trabajo y labor cotidiana a la implantación del Reino de Dios entre los hombres, del que tanto nos habló Jesucristo y que sin embargo acabamos dejándolo de lado, priorizando un ritualismo rutinario, una praxis de fe individualista (e incluso egoísta, de negociar con Dios nuestros deseos y necesidades) y un dogmatismo canónico impropio de la misma enseñanza de Jesús, que vino a enturbiar la imagen de un Dios Padre Misericordioso, que la Iglesia está tratando de recuperar y enfatizar para iluminar mejor el misterio de nuestra fe cristiana.

         Por lo cual, acaso sería oportuno reflexionar para reformar –en lo necesario- ciertas prácticas piadosas, que no son del todo conformes con el propio relato evangélico y la misma predicación de Jesús a quien decimos seguir en su Iglesia.

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