Resulta
evidente que el Papa Francisco ha conturbado al sector tradicionalista y
conservador del catolicismo, que desde su sorpresa inicial está mostrando su
rechazo, con manifestaciones de calculada ambigüedad como la de “Papa callejero”
como lo calificaba un representante de un significativo grupo eclesial español, aunque después matizara su "descalificación" con la aclaración que le gusta estar con la gente.
De igual
manera, la inquietud de la Curia romana por su futuro –especialmente de los “funcionarios
curiales” y altos dignatarios vaticanos, se está transmitiendo a la organización
jerárquica eclesial española, en el relevo al frente de la Conferencia
Episcopal, institución puramente estamental –del clero-, de desarrollo de
carreras “político-eclesiales”, pues apenas cumple otro fin que el de mostrar el
poder jerárquico eclesial.
Y
es que el cerrojazo que Juan Pablo II dio a la recepción y desarrollo del
Concilio Vaticano II –confirmado por el intelectualista pontificado de
Benedicto XVI-, por el miedo a las consecuencias de una apertura conciliar
acordada por el máximo órgano eclesial, ha traído una retracción doctrinal de
la Iglesia, su atrincheramiento ante el mundo, y una línea doctrinal de tipo más
cerrado, más integrista, menos dada al encuentro fronterizo, al diálogo con la
gentilidad y el mundo. Naturalmente, la extensión temporal del pontificado del
Papa polaco, le facilitó llevar a la práctica este giro, con una política de
nombramientos episcopales y curiales de perfil tradicionalista, que se sentían
llamados a mostrarse más papistas que el Papa.
Con
lo anterior, no queremos censurar el pontificado de Juan Pablo II, que tuvo
muchas cosas buenas y positivas, especialmente su desvelo misionero –aunque llevado
de forma personalista, al girar sobre sí especialmente en sus viajes-, su
llamada al compromiso de los laicos, sus jornadas de la juventud, y una amplia
doctrina magisterial plasmada en numerosas e interesantes encíclicas. Aunque,
quizá su experiencia biográfica, al provenir de un país del “telón de acero”,
le pudo precaver sobre la negatividad de cualquier acercamiento a tesis evangélicas
que pudieran confundirse con una aprobación de tal aciago régimen totalitario
como fue el comunismo. Y acaso por ello, cerró filas en el Vaticano para marcar
distancia, que han dado como consecuencia otros efectos no deseables,
especialmente con el paso del tiempo, como un “aparato de gobierno férreo” y
conservador en el seno de la Iglesia, al punto de generar paradojas antievangélicas.
Algo que el “bueno” de Benedicto XVI no fue capaz de evitar, y ni mucho menos
eliminar, y acabó arrollándolo precipitando su honradísima dimisión.
Por
tanto, era muy necesario que el Papa Francisco marcara un nuevo rumbo, ante el
excesivo escoramiento eclesial a posiciones impropias de sus tesis evangélicas,
y sobre todo, que marcara un nuevo talante que acabe de posicionar a la Iglesia
en el siglo XXI (la Iglesia no puede seguir viviendo en el medievo, o a lo sumo,
con matices, en un principio del S. XX), ya que incumpliría el mandato
conciliar y eludiría en gran medida su misión evangélica de acompañamiento y
llamada testimonial, más que del proselitismo doctrinal. Y por ello, el Papa no
ha dicho nada que deba extrañar a un cristiano de fe madura, aunque lo haya
hecho con tal grado de realismo dialéctico y claridad que haya “dañado los
castos oídos” de “cristianos viejos”, más acostumbrados a un lenguaje eclesial
melifluo y educadito –que por cierto, no era el habitual en Cristo-.
Además,
si alguno predicaba y aseguraba la asistencia del Espíritu Santo a su Iglesia,
tiene ocasión de verificarlo con esta designación papal, contra pronóstico, de
Francisco, que además aunque haya venido de lejos, no viene de fuera de la
Iglesia, sino que su vocación de sacerdote jesuita la ha venido plasmando en su
vida con gran coherencia, influido profundamente por otros santos como S. Francisco,
S. Agustín, y naturalmente, S. Ignacio junto con S. Francisco Javier. ¡No es
ajeno al Espíritu evangélico, ni eclesial!.
Que
sus declaraciones y decisiones sorprenden. ¡Claro que sí..!. ¡Es valiente!. No
se anda con “medias tintas”. Jesús tampoco lo hizo, según relata el mismo
Evangelio, e incluso actuó con violencia (inusitada en El) cuando echó a los “mercaderes
del templo”; e incluso afirmó que no había venido a traer paz, sino confrontación,
pues sentía celo por el Reino de Dios, por hacer la voluntad del Padre. Y tal
parece que sea la difícil tarea que tiene el Papa Francisco, con una Iglesia en
decadencia, que sigue estamentalizada y regida por el clero, opaca en su
interior, que en su estructura jerárquica transmite poco ejemplo y no del todo
ejemplarizante, en cuyo seno ha habido escándalos / pecados graves (pedofilia,
simonía, nepotismo, y soberbia, mucha soberbia), que han tapado las “obras de
misericordia” frutos de la obra de Dios en el mundo. Una Iglesia “enferma” –que
primero ha de sanar-, sobre la que teólogos de la relevancia de Hans Küng se
preguntan incluso, si tendrá salvación.
En
estas circunstancias la “silenciosa apostasía” va creciendo, los pastores se
desentendieron del rebaño y este anda desorientado y atraído por un mundo
consumista, hedonista, individualista y utilitarista. ¡Nada más lejos del
Evangelio!, que la Iglesia en esta situación, se ve impedida de transmitir con
coherencia, fuerza y atracción. Por eso, requiere urgente cura, aunque sea la
cirugía que Francisco habrá de aplicar. Pero sobre todo, requiere mucha
humildad, diálogo (intra y extra eclesial), respeto y auténtica fraternidad
(excluyendo cualquier tipo de manipulación).
Así
muchos de los que se sienten inquietos (porque pueden perder su “falsa
seguridad” doctrinal, o de oficio) habrían de tranquilizarse, perder el miedo a
tales mezquindades, ganar ingentes dosis de humildad, y ponerse a ayudar al
nuevo Papa para que cumpla los designios divinos, en un momento histórico difícil,
pero que confiado en la Providencia marque un verdadero rumbo evangélico de
autenticidad y sencillez. Lo cual no supone abdicar de nuestros postulados
esenciales de fe, ni mucho menos, como ha dicho un conocido articulista que se
mostraba decepcionado con el Papa Francisco, al que esta nueva experiencia le
puede estar invitando a una reflexión a la humildad, a que no lo sabía todo, y
a madurar su fe (eludiendo falsas seguridades, que son más opiniones, que
verdades infranqueables), pues Francisco no ha variado ningún pilar de la fe de
Cristo y su Iglesia, sino que los trata de refrescar y evidenciar, frente a
tanta “hojarasca” que los ha ido tapando con el paso del tiempo (y personales
opiniones o sensibilidades, que no sustituyen al Evangelio), que viene a ser
más ese “catolicismo de la contrarreforma”, que supuso una reacción doctrinal
frente al protestantismo, y que con el tiempo se llegó a erigir en única
sensibilidad católica, como también lo ha sido el “dogmatismo doctrinal” de la
Escolástica –que sirvió en su tiempo, pero quedó desfasada ya en el S. XIX-,
por los nuevos aportes filosóficos de la Ilustración y de los movimientos
sociales obreros, que hicieron patente la necesidad de revisarla y buscar
nuevas herramientas filosófico-teológicas para dialogar con el mundo, como lo
intentó León XIII y el inconcluso Concilio Vaticano I, y acabó de vislumbrarse
con la Nueva Teología de Ives Congard, Henrí de Lubac, Cheng, etc., que se
recogió en el curso del Concilio Vaticano II, y cuyo desarrollo y recepción se
interrumpió.
Por
tanto, dado que la fe es don de Dios que nos es otorgado en precariedad, el
hombre ha de seguir indagando y acercándose al Misterio Divino para poder
contemplarlo y encontrar sentido a su vida; siendo en este punto en el que la
Iglesia ha de retomar ese trabajo, con humildad y oración, abierta a la
voluntad de Dios, implicada en el acompañamiento vital a los hombres para
anunciar el Evangelio y la instauración del Reino de Dios en el mundo (de
justicia y fraternidad) que prepare las postrimerías divinas, dando razón de
Dios, de la creación, de la existencia humana, sentido a la vida y Esperanza en
la salvación. Ya que como decía Benedicto XVI, la Iglesia no está para sí
misma, sino que ha de estar al servicio de Dios y del hombre.
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