En el Sínodo sobre la Familia convocado por
el Papa Francisco, para escuchar a la Iglesia sobre la actual situación de la
familia en el mundo, y la posible adaptación eclesial a alguna de las nuevas
realidades familiares, se ha producido un profundo y polémico debate, que pone
de manifiesto importantes diferencias en el propio seno de la Iglesia en cuanto
a determinadas concepciones del depósito de fe y su aplicación a nuevas
realidades humanas.
Algo que el Papa Francisco ya sabía desde su
convocatoria, y que probablemente por ser consciente de esas diferencias de
percepción y criterio, convocó el referido Sínodo en la necesidad de
reflexionar en el interior de la Iglesia sobre las nuevas realidades
familiares, que han de motivar un análisis y debate para su acometida y
acercamiento pastoral.
Sabido es que resultan cuestiones complejas,
desde el punto de vista humano –con el consiguiente sufrimiento, que conlleva
cualquier ruptura matrimonial, ruptura del amor y fracaso del proyecto
matrimonial y familiar concreto, con rostros de personas sufrientes, muchos de
ellos hermanos en la fe-, pero no menos complejas desde el punto de vista
doctrinal, si se quiere apostar por una línea de infalible ortodoxia, que lleva
quizá a deshumanizarse, y por paradoja, a descristianizarse. Acaso por aquello
que la perfección no es humana, aunque hayamos sido llamados a la perfección en
Cristo, por su gracia y puro don de su liberalidad, pues sin El, nada somos,
como dijo el apóstol Pablo.
Pero no es menos cierto, que junto con el
nuevo mandamiento del Amor, Jesucristo infundió una ética de misericordia a
todo el comportamiento cristiano, se reunió con pecadores, no rehusó el
conflicto con la legalidad, apelando al Espíritu, frente a la letra de la ley,
sin por ello necesariamente derogar la ley, sino como bien dijo, a darle pleno
cumplimiento, en el marco del Amor a Dios y a los hombres, en un marco de
misericordia y de perdón.
Resulta pues, considerar el tema en ese
contexto (de misericordia, de perdón, de acompañamiento, de no rechazo, de no
juzgar, de aliviar sufrimientos al hermano que los padece, de evitar que se
pierda). Por consiguiente, en ese contexto entendemos al Papa Francisco, que
ante todo se siente Pastor de sus ovejas (las que Dios le ha entregado) para
que no se pierda ninguna, y así ha decidido de forma valiente abordar un tema
vidrioso y difícil como es la consideración de las nuevas realidades
familiares, y en particular de los divorciados vueltos a casar, cuya situación
de irregularidad nadie ignora, pero frente a la posición legalista de
reprobación, e incluso rechazo farisaico, el Papa Francisco y la mayoría de los
padres sinodales asumiendo tal situación, hacen primar la consideración de la
misericordia y del amor, invitando a no juzgar al prójimo sino a cuidarlo,
quererlo y acompañarlo, sea quien sea, y esté como esté, a facilitarle que
pueda acercarse a la “Casa del Padre” a “curar sus heridas” de las dificultades
de la vida, y a implorar el perdón de Dios.
En esta situación, ¿quién legítimamente está
en condiciones de negarle su participación en la “Mesa del Padre”?, ¿sobre qué
pretexto de pureza moral y espiritual se le niega la convocación a la “Mesa
paterna”, cuando el mismo Jesús nos dijo que lo impuro no es lo que nos hace
daño (lo que viene de fuera), sino lo que tenemos en el corazón cada persona?,
¿quién se atreverá a lanzar la primera piedra, asumiendo estar libre de pecado,
juzgando y condenando en el nombre de un Dios que es Amor y Misericordia?.
Por tanto, este valiente y decidido gesto del
Papa Francisco en hacer reflexionar a la Iglesia sobre estas difíciles cuestiones,
que se mueven en sutiles líneas de pensamiento y obra, no es sino uno de los
primeros pasos para volver a la Iglesia ante Cristo, para conocerle mejor, y
seguirle mejor. Esta Iglesia del S.XXI tiene que volver sobre Cristo y dejar el
legalismo farisaico, y el doctrinarismo de la falsa seguridad que posterga la
humanidad sufriente de Cristo.
Naturalmente, toda reflexión sobre cuestiones
complejas que afectan a replanteamientos de vida y doctrina, suelen ser no
menos complejos, e incluso a no pocos les genera el vértigo de la duda ante un
cambio de rumbo o tratamiento de determinadas cuestiones que se reconsideran de
forma distinta, pero esa angustia de la incertidumbre, de la inseguridad, el
cristiano ha de llevarla a la oración, primando la misericordia y mostrándose
criatura ante el Amor de los Amores, que nos sostiene y nos muestra su camino.
Por lo que no debe de escandalizarnos, ni preocuparnos que haya algunos padres
sinodales inquietos y conmovidos con novedosos abordajes que no acaban de
compartir o ver. El Señor se los irá haciendo ver, e incluso nos mostrará a
todos el camino con el discurrir del tiempo, hasta su manifestación definitiva,
según nuestra fe y nuestra esperanza.
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