La conocida parábola que expuso Jesús a sus
seguidores hablándoles del trigo y la cizaña, que refiere el Evangelio de Mateo
(Mt. 13, 24-43), con la subsiguiente explicación del Maestro, tiene plena
actualidad desde siempre en la Iglesia, como resulta de los lamentables sucesos
de escándalos de clérigos y religiosos sobre abusos sexuales a menores, o a
cierta vida disoluta, como mala administración de los bienes terrenales, y el
mal ejemplo, por la incoherencia manifiesta con el estado clerical, religioso,
o simplemente creyente y seguidor de Jesucristo, en contra de los valores
evangélicos que El predicó.
Así
por numerosos y lamentabilísimos que sean los escándalos, no es nada extraño a
la condición humana, que ya previó Jesús con la advertencia que lanza en la
conocida parábola evangélica, para advertirnos que no es oro todo lo que
reluce, como tampoco hay que desecharlo todo, pues junto al pecaminoso –y hasta
ilegal actuar- de algunos miembros de la Iglesia está la enorme cantidad de
gente que ha dado la vida por los demás, desde las misiones en países
paupérrimos, exponiendo la salud y la propia existencia, pasando por el
testimonio abierto, claro y valiente de los que testimonian las exigencias
evangélicas de justicia, de fraternidad y de verdad en ambientes hostiles a
esos valores, que les suponen la persecución, a veces con castigos carcelarios,
detenciones injustas, e incluso crímenes contra estos.
El
ejemplo lo tenemos los cristianos en la vida de Jesús, en su Evangelio, que
todo seguidor del Maestro de Nazaret ha de asumir como itinerario de vida
ordinaria para poder alcanzar la Bienaventuranza prometida, cooperando a la
venida del Reino de Dios a este mundo, que cambie la faz de la tierra, de un
modo de vida materialista, consumista, hedonista, hipócrita, egoísta con el
hermano, y falaz en sus postulados.
Pero
especialmente, en la actualidad apreciamos que –en medio de la tormenta no
estamos solos- la Providencia nos ha enviado un Pontífice que con clara
determinación está corrigiendo rumbos torcidos, hablando claro sin ambigüedades
para que todo el mundo lo entienda, pero sobre todo volviendo al lenguaje y
testimonio del Evangelio de Jesús, que en no pocas ocasiones ha quedado opacado
por el ritual eclesiástico, por la ley de la iglesia o de una moral no bien
concebida, y por ciertas prácticas inconexas con el auténtico mensaje
cristiano, e incluso con la realidad existencial circundante. Pero sobre todo,
por el dominio absoluto estamental de una institución eclesial que se ha
mostrado muchas veces inclinada hacia los privilegios e intereses terrenales,
exhibiendo un poder temporal que encajaba mal con el encargo espiritual, que ha
hecho gala de extraordinario poder de una cúpula eclesial sacerdotal que ha
ignorado tradicionalmente al pueblo de Dios, salvo para ejercer el mando sobre
este.
Por
eso, no podemos dejar de reconocer la extraordinaria e impagable labor que el
Papa Francisco está haciendo a la misión de la fe en Cristo, y a la Iglesia,
por cuanto está clarificando una turbia realidad enquistada por el silencio
cómplice que apostaba por la impunidad y la negación de la realidad indeseada.
Sólo desde el reconocimiento de la verdad, desde la apertura y desinfección de
la herida, se puede empezar a hablar de curación, con drásticas y ejemplares
medidas que eviten que la cizaña asfixie al trigo.
Y
para ello, no cabe dudar sobre la ejemplaridad de medidas de drástica
ejecutividad, apartando a los victimarios, a sus cómplices y encubridores de
las labores de confianza sobre la grey que les ha sido encomendada, pues no se
puede dejar “el rebaño al cuidado de los lobos”. Dicho lo cual, hay que
reconocer también que no todo el monte es orégano, y que la Iglesia y sus
miembros han realizado y siguen haciéndolo una benemérita labor por la
humanidad en el ámbito social, amén de
la misión espiritual, de guía de conciencias en los auténticos valores
del Evangelio que tan alto aporte de humanidad y convivencia fraternal suponen
si se ponen en práctica con autenticidad.
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