El Papa Francisco ha tenido en Roma una
audiencia con los Neocatecumenales (conocidos popularmente como los “kikos”), a
cuyo frente iba su fundador Kiko Argüello, y le acompañaban medio centenar de
prelados, en un acto en que se ha procedido al envío de “familias en misión” ad
gentes, a las naciones del mundo.
Este
encuentro particular, que perseguían los responsables del movimiento
neocatecumenal desde el nombramiento del nuevo Papa, que finalmente se ha
producido casi al año de su elección, ha propiciado que el fundador del
movimiento neocatecumenal –que tiene la aprobación definitiva desde el 2008,
como itinerario de iniciación en la fe- le explicara al Papa el itinerario del
mismo, y presentara a las numerosas familias que estaban dispuestas para
marchar a los distintos países de misión en el mundo, que finalmente el Papa ha
enviado con su bendición.
De
igual modo, el Papa Francisco ha agradecido –en nombre de la Iglesia- la
disposición de las familias misioneras, reconociendo su ardorosa fe, si bien
les ha hecho las recomendaciones que como “padre espiritual” correspondían,
llamándoles a la comunión con las iglesias locales en las que se van a
insertar, apercibiendo sobre la primacía de la comunión eclesial pese al
sacrificio de aspectos carismáticos del propio movimiento. Algo que puede ser
entendido, no sólo para la inserción en las iglesias locales de misión, sino
también para la práctica diaria en las iglesias locales de procedencia y donde
viven su fe las demás comunidades de este movimiento eclesial.
Con
todo es obvio, que el Papa ha respaldado con su presencia y bendición esta
disposición misionera de este movimiento eclesial, al que ha expresado su
gratitud por ello. No podía ser de otra manera. Si bien, tenemos nuestras dudas
sobre si comparte plenamente el procedimiento de emplear familias enteras con
hijos menores para una aventura humana de incierto resultado –que por muy
providencialista que se sea, al implicar a menores, su bienestar, seguridad y
desarrollo, habría de reconsiderarse por razones de prudencia, humanidad e
incluso de operatividad de la propia misión-.
Tradicionalmente
los misioneros han sido religiosos y religiosas, pertenecientes a órdenes de la
Iglesia, que asumían, preparaban y sostenían a los misioneros y a las misiones.
No pocas veces, corrían penurias de todo tipo, e incluso peligros físicos, que
asumían en el nombre de Cristo, incluso hasta el martirio. Pero esa decisión
para que sea moralmente aceptable ha de entrañar una decidida voluntad de la
persona, que opta por ese camino –fruto de una vocación, asistida por su
experiencia religiosa-, caso que no se da en los menores que son llevados por
sus padres –que deciden esta vida de misión, aventura, riesgo y hasta
penalidades, arrastrando a sí a sus hijos menores, que no han tenido opción
alguna-.
Por
otra parte, el resultado de una misión religiosa de personas que no tienen una
preparación catequético-pastoral y/o teológica, ni tampoco cultural y
lingüística, nos hace pensar que reducirá las posibilidades de su misión
extraordinariamente, ya que a lo máximo que se aspira es a insertarse
testimonialmente en una sociedad lejana, desconocida y de cultura extraña, en
la que la integración es más que cuestionable a corto y medio plazo. Y
posiblemente se genere cierto gueto o marginalidad de la familia misionera
respecto de su entorno social, en el que no se les llegue si quiera a entender.
A otro nivel, podría servirnos el ejemplo de la misión que los mormones llevan
desde hace años en España, en que no acaban de insertarse socialmente, y su
misión apenas progresa. Y eso, que en ese caso sólo emplean a jóvenes solteros,
en vez de familias.
Ya
hay experiencias negativas de algunas de estas misiones, fracasadas en los
objetivos pretendidos, y también en los medios, pues no pocas veces, la familia
llega a un país extranjero sin medios propios (ni trabajo, ni posibilidades del
mismo), cargados de niños a los que atender y asistir; en tanto que la ayuda
económica de la comunidad de origen que ha de sostener la misión no tiene la
suficiente entidad –por falta de aportes económicos- y apenas les llega el
dinero, cuando no sufre extraordinarios retrasos, que lleva a la familia en
misión a auténticas penalidades económicas. De hecho, se conoce algún que otro
caso, de familias misioneras de kikos que han tenido que acudir a pedir ayuda a
párrocos o conventos religiosos.
Y
todo ello, sin contar con los problemas que los hijos más mayorcitos van
teniendo al vivir determinadas situaciones de sufrimiento económico,
precariedad, y desarraigo, que les puede afectar en su desarrollo emocional personal
y en su progreso académico.
Por
consiguiente, creemos que debería repensarse este tipo de misión familiar en la
precariedad tan grande que conlleva, pues genera más sufrimiento que
resultados, y sobre todo porque no parece moralmente justo someter a ese tipo
de sufrimiento, riesgo y penuria a los hijos menores de edad. Acaso ese
replanteamiento y rectificación pueda ser también un signo de humildad y
humanidad en los dirigentes del movimiento neocatecumenal, de prudencia y
responsabilidad en los matrimonios que dan este tipo de paso vital, y de
reflexión moral paternal y fraternal en el resto de la comunidad eclesial.
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