En el segundo aniversario del acceso
al pontificado del cardenal Bergoglio, como Papa Francisco, es común ver
análisis diversos en los que se subraya el peculiar estilo del nuevo Papa y su
empeño fundamental en renovar la Iglesia, pero pocos llegan a atisbar o apostar
por el alcance de sus pretendidas reformas eclesiales.
Esto último nos parece
particularmente interesante, por cuanto la reforma eclesial es algo más que una
necesidad, lo demanda la cristiandad y en cierta medida la continuidad de esta
misma, ante el grave proceso de secularización habido en su seno, en el que
también se ha dado una reacción conservadora de porte fundamentalista,
volviendo a plantear la necesidad de una “Iglesia de trinchera”, a la defensiva
del enemigo exterior e interior, so pretexto de heterodoxia y aún herejía.
Resulta muy lamentable contemplar
algunas manifestaciones de personas de Iglesia, especialmente algunos clérigos
y hasta algún prelado, que desde tesis fundamentalistas apelando a la ortodoxia
y a la obediencia empiezan por manifestarse desobedientes, discrepando y
criticando al propio Papa Francisco. Aunque tal actitud, sea contradictoria con
algunos de sus propios planteamientos, suele ser “condición humana”.
Pero siguiendo con nuestro análisis,
habría que empezar por preguntarse: ¿qué Iglesia heredó el Papa
Francisco?. A esta pregunta habría que
contestar que recogió una Iglesia conservadora (recompuesta sobre su intento de
apertura y renovación del Vaticano II, por Juan Pablo II –que venía de la Iglesia
polaca, conservadora, atrincherada ante las amenazas externas de los
totalitarismos nazi y comunista-, que no desarrolló plenamente los postulados
conciliares, dejando pendiente la reforma eclesial, propiciando un
neoconservadurismo eclesial), lo que determinó que la mayoría de la jerarquía
eclesial sea conservadora, con la que el Papa Francisco viene a ser un “verso
suelto”.
Además heredó una estructura medieval
de gobierno eclesial, jerárquica, autoritaria, distanciada de la realidad
histórico-temporal, con corruptelas internas y escándalos varios, en lo que
suponían conductas morales nada evangélicas ni siquiera existencialmente
edificantes, ante las que el Papa Ratzinger se mostró débil y traicionado por
su círculo íntimo, que le llevó a tomar la honorable decisión de dimitir, ante
la impotencia personal de poder cambiar tal estado de cosas.
De todo ello, emergió Bergoglio
(primer Papa jesuita) que venía de una realidad eclesial en las antípodas de la
curial, que pronto llegó a la idea de un drástico cambio en la curia romana,
que además impuso un estilo personal de austeridad, sencillez, cercanía y
claridad, como apenas utilizaron ninguno de sus antecesores, que conectó pronto
y bien con el Pueblo cristiano y no cristiano, que asistía admirado de la
valentía y entereza de un Papa que empezaba a llamar a todos a la Verdad
evangélica de forma clara y directa, al punto que los sectores más ortodoxos se
empezaron a preocupar por tanta locuacidad papal, que venía a poner “patas
arriba” el statu quo eclesial de siglos, y que denunciaba con rotundidad
actitudes hipócritas y pecados eclesiales sin ambages ni disimulo, en los que
ha apelado al clero para que sean “pastores” que huelan a oveja (que se
acerquen a su pueblo, que lo pastoreen y cuiden), a los obispos para que
trabajen más en sus diócesis (que no sean obispos de aeropuerto, siempre de
viaje), apelado a la paternidad responsable (rechazando la imagen de “mujer
coneja” mera paridora de hijos), y a la universalidad del carisma cristiano
ejercido con autenticidad (distinto de ser “numerario” de una secta), etc.,
etc.
Naturalmente todas esas afirmaciones
no han pasado desapercibidas, ni de balde, pues mientras para el pueblo
cristiano ha supuesto una auténtica “primavera eclesial” el pontificado de
Francisco, para sectores ortodoxos (entre los que cabría contar a gran parte de
la jerarquía eclesial, nombrada por sus predecesores), tales afirmaciones sería
un despropósito inaceptable en un Papa, cuando no un desvarío de un “jesuita filocomunista”,
que en el mejor de los casos hay que esperar que su pontificado sea corto, y
todo esto pase rápido, para que esos sectores vuelvan a retomar el control
pleno de la Iglesia.
Ni que decir tiene, que las grandes y
graves resistencias a las reformas eclesiales del Papa Francisco vienen de esos
sectores conservadores, que prefieren una “Iglesia- trinchera” (a la defensiva,
supuestamente perseguida, enfrentada al mundo, guardiana de una ortodoxia
doctrinaria, más que de una fe evangélica libre).
En ese contexto, el pontificado de
Francisco puede ser un corto paréntesis, en la involución eclesial dada desde
final de los años setenta del pasado siglo, si Francisco no logra acelerar sus
reformas, y si estas no logran cambiar las raíces de una Iglesia medieval
autoritaria, clerical, jerárquica, doctrinaria y por naturaleza conservadora, y
trasladarla al S. XXI desarrollando los postulados del Concilio Vaticano II,
más abierta al mundo, más evangélica, coherente, sencilla, profética que invite
a una auténtica conversión vital (un cambio de vida existencial) desde la experiencia
madura de la fe en libertad, en el Pueblo de Dios (sin manipulaciones
clericales).
Por ello, cabría preguntarse si el
pontificado de Francisco supondrá una “revolución eclesial” (que está aún por
llegar), o acabará siendo una “tormenta de verano” (como parece vislumbrarlo el
sector más ortodoxo de la Iglesia, que espera que pase pronto).
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