El Papa
Francisco, tras poco más de un año de su pontificado, empieza a aprovechar los
relevos episcopales –por las forzosas jubilaciones de algunas mitras- para
hacer los nombramientos que estima más acordes con su nueva línea pastoral. Así
aprovechando el retiro de Mons. Rouco Varela –precisamente en este día de S.
Agustín-, ha designado para la archidiócesis de Madrid a Mons. Osoro –arzobispo
de Valencia-, y en el lugar de éste en Valencia, ha nombrado a Mons. Cañizares.
En
cuanto al primer movimiento –como ya comentamos en nuestro anterior artículo-,
parece que tiene su lógica por cuanto supone un estratégico puesto de la
Iglesia española, para imprimirle a esta los aires de renovación eclesial que propugna
el Papa Francisco, en una línea de retorno abierto al Evangelio (servicio y
primacía por los pobres, austeridad, sencillez, presteza en la atención a la
feligresía, fraternidad eclesial, etc.).
Sin
embargo, el nombramiento para la archidiócesis de Valencia del cardenal Antonio
Cañizares, no parece que sea un movimiento en la misma línea, puesto que
Cañizares –ahora más discreto en sus últimas declaraciones, en la línea del
nuevo pontífice, se ha adaptado a los nuevos tiempos-, puesto que no lejos están
sus diatribas desde la cátedra de primado de Toledo desde donde ejerció un
magisterio y una pastoral de línea más tridentina que vaticana, sin mencionar aquellas
fotos que se publicaron de él presidiendo un acto litúrgico de un grupo
tradicionalista en la que aparecía vestido como un cardenal del medievo con una
cola de varios metros de extensión, sobrellevada por varios oficiantes,
impropias de una Iglesia postconciliar, y aún más evangélica, que dio paso al ridículo
público y hasta al escándalo.
Además,
del paso de Mons. Cañizares por la curia vaticana apenas va a quedar huella de
su labor y obra al frente de sus responsabilidades, y más bien parece que su
presencia en la misma estaba amortizada, por lo que su nombramiento en Valencia
–su tierra natal- bien pudiera interpretarse como una forma de quitarlo del círculo
próximo del gobierno eclesial romano, con el señuelo de la sede arzobispal de
su “patria chica”, como paso previo a la obligada jubilación.
Pues
aunque Cañizares haya captado pronto el nuevo tono pontifical y procure su
reproducción por medios propios, no hace sino presentarle como un probabilista
adaptativo, que se “aggiorna” con docilidad; de manera tal, que este movimiento
no aparenta tanto ser de tipo renovador sino “despejador”, para que deje paso
en su actual puesto de la curia a persona de mayor sintonía con el actual pontífice.
Y
es que a diferencia de un relevo gubernamental, en cualquier país del mundo, en
que el nuevo presidente puede nombrar sus ministros y sus prefectos o delegados
gubernamentales afines, en provincias; en la Iglesia, los cargos episcopales
son vitalicios hasta la jubilación o renuncia del interesado, de manera que los
cambios de sintonía en la cadena jerárquica eclesial suelen llegar con cierta
demora, salvo en el caso de “conversos” que ya se saben que se muestran con
extraordinario entusiasmo.
Sin
embargo, hoy día de S. Agustín, acaso sea bueno recordar el lema de la familia
agustiniana (“ánima una et cor unum in
Deum”) para desterrar cualquier tipo de cabildeos, desuniones y disensiones
en el seno de la propia Iglesia, más allá de las sensibilidades carismáticas
existente en la misma, que por el contrario la enriquecen.
Por
ello, en la esperanza de ser conducidos por el Espíritu –que sopla donde quiere
y cuando quiere- en la singladura de la barca eclesial, consideremos que todo
haya de ser para mayor gloria de Dios.
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