Según datos oficiales revelados, sólo una quinta parte de los contribuyentes españoles reseñó en su declaración de la renta que se le hiciera pago a la Iglesia Católica de la aportación oficial, lo que vino a ascender a la cantidad de 230 millones de euros.
La pregunta inmediata sería: ¿en
qué ha quedado “la España católica”?. Pues resulta un dato bastante
clarificador del alcance sociológico de los católicos en nuestro país, que
habiendo abandonado la declaración confesional del Estado como católico –propia
del régimen franquista-, por una de aconfesionalidad estatal en la Constitución
de 1978, han bastado algo más de tres décadas para dejar situada la entidad
estimativa de la comunidad católica en un 20% de los contribuyentes, lo que
fijaría en una estimación análoga de católicos practicantes, que viven su fe,
aunque la cifra de “católicos nominales” (bautizados) sea ostensiblemente
superior, pero también se encuentre en cifras sociológicamente menguantes.
Naturalmente estos datos reflejan
también, además de una desafección importante de la ciudadanía española sobre
la Iglesia católica, la subsiguiente merma de poder e influencia pública de
esta, que a tenor de estos datos, estimamos que incluso se encontraría
sobrevalorada públicamente.
A este dato indicado, habría que
añadir que el porcentaje de contribuyentes que indicaron su intención de
colaborar con organizaciones sociales –distintas de la Iglesia- fue del 34,7%.
Dándose el dato de contribuyentes que reseñaron su indicación de ayudar a la
Iglesia Católica y a Organizaciones Sociales de forma conjunta que se cifró en
el 14,6%; en tanto un 29,6% se abstuvo de hacer cualquier indicación.
¿Cabría deducir de tales datos un
incremento de una general, progresiva y silente apostasía de la Iglesia
católica?. Creemos que en rigor, no se puede llegar a tal conclusión, pues más
bien aparenta un progresivo alejamiento de la práctica religiosa, quizá
subsiguiente a una carente o defectuosa catequización, que apenas supondría una
fe embrionaria, esclerotizada ante una cultura dominante materialista y
hedonista de porte puramente existencial que colapsa el mensaje evangélico sino
se vive conforme a la madurez personal y de fe en un ámbito comunitario, que no
siempre facilita la propia Iglesia, aún escorada a un planteamiento de fideísmo
dogmático, tradicionalista y conservador, y en no pocos casos ensimismada en su
propia estructura clerical jerárquica, a la que la ciudadanía de la
postmodernidad da la espalda, pues apenas le aporta nada de interés para su
vida.
Por consiguiente, ante este dato
preocupante, revelador de una masiva desafección del mundo laico sobre una
Iglesia clericalizada, que aparenta y acaso anticipa la profetizada apostasía
general, debería reaccionar la Iglesia –como parece estar haciéndolo el Papa
Francisco, auténtica elección del Espíritu- con una seria y profunda reflexión,
retomando el proceso iniciado en el Concilio Vaticano II (parado por el miedo).
Pues si bien es cierto que la Iglesia no es una ONG, no es menos cierto que
tampoco es una “monarquía medieval”.
Así que urge una auténtica
conversión eclesial y personal del catolicismo, para que se produzca el
ulterior encuentro de la cristiandad en el Evangelio que Jesús nos anunció,
auténtica fuente de fe, esperanza y caridad, que dotaría de coherencia y
credibilidad esa nueva evangelización de la que tanto se habla, y tampoco
avanza. Responsabilidad que siendo de todos los cristianos, precisa un cambio
urgente en las mismas entrañas de la propia Iglesia institucional, empezando
por la jerarquía (que habrían de mostrarse más cercanos al pueblo de Dios,
auténticos Pastores), prescindiendo de poder, patrimonio e influencia
socio-política, restableciendo la vida comunitaria de los primeros cristianos,
poniendo en marcha un auténtico catecumenado de adultos, facilitando la vida
comunitaria de la fe en el ámbito parroquial, la participación activa del
laicado, la comunicación y convivencia de los distintos carismas eclesiales al
servicio del Evangelio de Cristo y de una Iglesia de base, que sólo así puede
recuperar la confianza de las personas (creyentes y no creyentes, católicos y
no católicos, cristianos y no cristianos) en la misma, en su convivencia
fraternal, y en la caridad por amor a Dios y a los hombres.
¡Hay que simplificar todo lo que
los siglos han complicado, que en definitiva han contribuido a ocultar el
mensaje de Cristo, mucho más que a mostrarlo..!.
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