Pues todo hecho, toda acción suele
responder a una causa, suele tener una razón de ser, y la causa de las
procesiones fue la de dar respuesta catequética en la calle (en plena reforma
protestante) a la esencia del cristianismo –según era entendida por el
catolicismo de la época-. Lo cual venía a poner énfasis en el misterio de la
Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.
Si bien, tal fenómeno es hijo de su
época (énfasis contrarreformista, piedad de especial rigor y esfuerzo, de
énfasis en el sacrificio, en la expiación del pecado, sobre la consideración de
la deidad como “justo Juez”, sobre la idea de un severo “juicio final” por
todos nuestros pecados, por los que había muerto el Señor). Todo ello, unido al
extraordinario realismo del arte barroco que llevaría su extraordinaria
producción artística a las diversas cofradías de Semana Santa, llevaron al orbe
católico a una piedad peculiar sobre el pecado, el castigo eterno, la dura
expiación de la pena, el esfuerzo de una dura penitencia y el resultado de un
justo y duro juicio de Dios.
Ese planteamiento ha sido revisado
por la Iglesia –especialmente en el Concilio Vaticano II- sobre la gran
Misericordia de Dios (que conllevará un juicio de amor, de misericordia), donde
el esfuerzo humano no tiene alcance al lado de la gracia divina, y donde lo
esencial es el Amor a Dios y a los hombres para ser consecuente con el
predicado evangélico de Jesús haciendo la voluntad del Padre. Y por
consiguiente, ese planteamiento habría de llegar a todo el orbe cristiano, para
que quede manifiesto en la catequética procesional y sea consecuente con los
nuevos aires conciliares del Vaticano II y demás actuaciones del Magisterio
pontificio que ha conllevado un acercamiento a nuestros hermanos separados (los
reformistas: protestantes), en modo importante.
Por consiguiente, parecería oportuno
que la Iglesia señalara algunos matices necesarios para corregir ciertas
estéticas de las procesiones que acaso no sean plenamente consecuentes con los
nuevos tiempos eclesiales, entre los que cabría plantearse la conveniencia de
aprovechar las cofradías de semana santa para que sus miembros hicieran –no sólo
unos ejercicios espirituales, sino algún programa de formación catequética, que
les ayudara al crecimiento y maduración de su fe-.
Y puestos a seguir con algunos aspectos
estéticos, cuyos cambios revelarían una mayor autenticidad evangélica, podría
citarse la eliminación en las procesiones de la concurrencia de autoridades
civiles y militares, junto con tropa militar o escolta policial, por ser
contradictoria la participación en un cortejo religioso portando armas, o aún
más exhibiéndolas, so pretexto de escolta o cualquier otra modalidad
justificatoria de patrocinio, nombramientos militares o civiles a personajes
religiosos, etc. Pues todo ello, parece estar fuera de lugar, además de evocar
un “rancio nacional-catolicismo”.
Y todo ello, abundando en el sentido
del título del artículo al que nos referíamos en su inicio, o las procesiones
son un fenómeno religioso (y tiene tal sentido), o no lo son, y por
consiguiente no tienen sentido alguno.
Dicho queda, aunque suponemos que
nuestra modesta sugerencia no tendrá mayor alcance, sin embargo quedamos dejar
humilde testimonio de la misma.
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