El orbe cristiano celebramos la resurrección de Jesucristo, un excepcional misterio, como otros que rodearon su corta biografía humana –según los relatos evangélicos-, que entran en el conjunto del gran misterio de la existencia, del mundo y de Dios.
Y junto con todo ello, el misterio de la salvación del hombre, que el judeocristianismo lo vincula a la figura de Jesús de Nazaret, a su predicación acerca del amor de Dios al hombre, de la infinita misericordia divina que perdona toda falta, todo alejamiento, rebeldía, egoísmo, soberbia, en definitiva todo pecado, que supone el apartarse del plan de Dios sobre la creación, que pasa por el AMOR a Dios y a los hombres, un amor más allá de la muerte, un amor incluso al enemigo, que todo lo perdona, todo lo soporta, todo lo entiende, todo por AMOR.
Ese amor divino que rebosa, según
los predicados de Jesús, en los que creemos y esperamos los cristianos, pues es
la única forma de acabar con la violencia, con los enfrentamientos, con la
insolidaridad, con la soledad del hombre –incluso entre la multitud-. Algo que al hombre racional, postmoderno,
individualista, materialista, hedonista, según demanda la propia naturaleza
humana, ni entiende ni quiere entender, pues vive a gusto en su ensimismamiento
más o menos feliz, hasta que el recuerdo de la mortalidad le alcanza (por la
enfermedad propia o ajena, o por la muerte de algún familiar o amigo), sólo
entonces y escasamente nos planteamos los grandes misterios de la existencia,
naturalmente sin respuestas, por lo que acabamos cerrando el cuestionario y
alienándonos de nuevo en el diario quehacer, hasta que nos vuelva a alcanzar el
infortunio del mal (físico o moral) que nos hará volver a replantearnos todo de
nuevo. Sin embargo, en esos replanteamientos, en esas “caídas del caballo” –como
le ocurrió al apóstol Pablo-, en esos sufrimientos, en definitiva en esas
cruces de cada día (o incluso en las que se nos presentan con mayor dureza),
podemos llegar a un cuestionamiento radical y profundo de nuestra existencia. ¡Acaso
ese sea el momento!, y esa cruz que nos hace sufrir, puede que para nosotros
acabe siendo “gloriosa”, si es la que nos lleva a Cristo a acercarnos a él, a
entender el sufrimiento de la finitud (de la caducidad) como mal físico
(enfermedad y muerte), pero que junto a este se da otro mal peor pues no afecta
tanto al cuerpo como al alma, al sentimiento, que es el mal moral (el
sufrimiento del pecado, propio o ajeno que nos hace sufrir al padecerlo activa
o pasivamente); el primero no es perverso, no nos aparta del plan de Dios, sólo
nos hace presente nuestra caducidad de criaturas. El segundo, el mal moral que
viene del pecado, es el más peligroso porque aparta del plan de Dios, y en
nuestra libertad podemos rechazarlo eternamente. Tal cosa es el infierno (una
existencia eterna sin sentido ninguno, que además no la queremos ni nos
complace).
Por consiguiente, en este día
especial de la resurrección del Señor, que nos señaló el camino de la
redención, y por tanto de la salvación, a partir de la fe, de la confianza en
el anuncio salvífico de Cristo sobre el amor de Dios, vivamos en la esperanza
de ser llamados al encuentro eterno con el Padre, que nuestro sufrimiento tiene
fin, que nuestra vida tiene sentido en el plan de Dios, y que nuestra cruz
también puede ser gloriosa con la de Cristo.
¡Buena pascua de resurrección!. ¡Paz
y bien!.
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