El arzobispo de de Regensburg (Alemania
y prominente teólogo), Mons. Gerhard Ludwig Müller, ha sido nombrado por el Papa Benedicto XVI,
como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antiguo Santo
Oficio, que cuidaba de la ortodoxia de la fe católica, y cargo en el que el
propio Papa actual precedió a Mons. Müller.
La noticia ha sorprendido en
ciertos ambientes católicos, dado que Mons. Müller como experto teólogo y
docente universitario en Alemania –al igual que lo fuera Mons. Ratzinger- se ha
distinguido por insertarse en una corriente teológica liberal, que resulta
consecuente con su personalidad abierta y dialogante, entre la que se cita la
amistad que tiene con el P. Gustavo Gutiérrez uno de los postuladores de la
Teología de la Liberación, con el que compartió en Perú un Simposium sobre la
misma, y de la que afirmó comprender su planteamiento, y cuyas relaciones
personales e intelectuales se han mantenido hasta el punto que a Müller se le
nombró doctor honoris causa por parte de la Pontificia Universidad Católica de
Perú.
Ello no obstante, como ocurriera
con el profesor Ratzinger del que se afirma que en su labor docente,
investigadora de producción teológica, mantuvo planteamientos más abiertos que
los que desde el de Prefecto de Guardián de la Fe defendió. Ya que de alguna
manera, distinguió la labor docente e investigadora de la teología con sus
hipótesis de alcance, y su incorporación como auténticas tesis a la praxis
eclesial que habrían de tamizarse por la tradición del Magisterio eclesial.
En todo caso, bienvenido sea un
pastor de la intelectualidad probada y profundos conocimientos teológicos de
Mons. Müller, que con su talante dialogante, completará la figura necesaria que
en tan difícil oficio requiere la Iglesia actual, pues al celo por la custodia
del depósito de fe revelada, se ha de añadir la caritativa y cercana actitud a
la humanidad creyente en ambientes cada vez más secularizados y descreídos, los
problemas de una humanidad de contrastes entre el desarrollo del primer mundo y
el subdesarrollo del tercer mundo, las injusticias y estructuras de pecado
definidas por varios Pontífices, etc.; ante lo que la Iglesia no puede cerrarse
en un pietismo quietista –por ella misma condenado con anterioridad-, ni
tampoco en un pelagianismo activista que olvide la Trascendencia y el don
divino.
Al propio tiempo, dada su amistad
y relación personal con el Sumo Pontífice, seguro que resultará un decisivo
apoyo a su difícil labor de gobierno de la Iglesia Universal, esperando sea
también un primer y decidido paso para aquietar los cabildeos de la Curia
Vaticana, últimamente revuelta.
Y sobre todo, no podemos eludir
su altura teológica, como digno sucesor de una corriente de pensamiento
teológico liberal que tuvo como dignos antecesores a importantes teólogos del S.
XX como Hans Urs Von Baltashar, Jean Danielou, y Henri de Lubac, con importante
repercusión de sus trabajos y escritos en el Concilio Vaticano II.
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